Todos nuestros políticos están de
acuerdo en que nuestro sistema educativo es sumamente mejorable. La
diferencia está en la intensidad del acento; los conservadores lo
califican de desastroso, mientras que los socialistas –forzados
por los informes independientes- aceptan a duras penas que hay que
introducir reformas. Por su parte la sociedad tiene claro que una de las
reformas pendientes es la educativa, que hay que empezar cuanto antes.
Incluso en la última campaña electoral la educación ha tenido un
insólito protagonismo, hasta el punto en que se ha convertido en uno de
los asuntos que han distinguido la derecha de la izquierda. Con todo, la
necesidad de una reforma educativa es unánime.
Felicitémonos de ello. Sin
duda, podemos encontrar diferencias entre la concepción
liberal-conservadora y la socialista: En este suplemento Alejandro
Campoy ha dedicado varios artículos a analizar las propuestas educativas
del PP para las últimas elecciones, sustancialmente distintas de las
del PSOE. Es tarea de todos agrandar esas diferencias para que en España
exista y se implante un modelo educativo conservador distinto del
socialista., que ayude al progreso del país en todos sus ámbitos.
Sin embargo, las ideas
educativas liberal-conservadoras están cargadas de una serie de fardos
pesados de los que sería necesario desprenderse cuanto antes. Uno de ellos es el carácter utilitarista de la institución escolar.
A tenor del programa electoral del PP y de las declaraciones del actual presidente del gobierno la finalidad principal de la educación es la preparación para la futura vida laboral de nuestros jóvenes. El
éxito o fracaso de nuestra escuela estriba en la preparación
científico-tecnológica del futuro trabajador para acomodarse al mercado
laboral. El exorbitante fracaso escolar hablaría principalmente de que
un 30% de jóvenes pueden caer en la marginalidad social –con todos los
problemas sociales que eso puede acarrear-; el exiguo bachillerato que
padecemos hace muy difícil preparar adecuadamente a los jóvenes para
estudios universitarios; el bajo nivel de conocimientos científicos o
técnicos de nuestros alumnos les impide competir con jóvenes de otros
países. Las razones se agolpan ante nuestros ojos. Razones preocupantes y
justas. “¿Para qué sirve aprender”, podríamos preguntar. Nuestros
próceres conservadores tendrían una respuesta ágil e incontestable:”para
trabajar bien y ser competente en una sociedad de la información cada
vez más exigente”. Pero esta respuesta es necia, y lo es no tanto por lo
que afirma, cuanto por lo que calla.
Es incontestable que una
de las funciones sociales del sistema educativo es la preparación para
la inserción del mercado laboral. La crisis educativa tiene como
evidente síntoma la escasa cualificación de los alumnos a la hora de la
búsqueda del trabajo. No es casual que la Formación Profesional sea uno
de los aspectos que hay que reconstruir muy seriamente. Ahora bien, es
un muy grave error reducir la educación a su finalidad laboral y
económica porque la tarea educativa trasciende con mucho lo económico. Pensar
que la mejor escuela es la más eficaz económicamente es volver a las
tesis superadas de T. W. Schulz y su teoría del capital humano, según la
cual el desarrollo económico de un país depende principalmente del
desarrollo del factor educativo de sus trabajadores. Esta tesis, que
nunca ha sido verificada empíricamente, es repetida como un axioma
universal por nuestros próceres liberal-conservadores. La educación
queda reducida a una variable económica y la motivación personal del
alumno respecto de sus estudios es colocada de inmediato en el contexto
de las ventajas materiales que puede obtener del sistema capitalista:
trabajo, dinero, promoción, prestigio social, etc.
Así como la izquierda ve en la escuela un excelente medio para la transformación social –esto es, un instrumento político- y sólo subsidiariamente se ocupa del mercado de trabajo, la derecha sigue viendo en el sistema educativo un instrumento económico
de capacitación técnica para la creación de élites y de trabajadores
eficaces. Si la izquierda reduce la educación a política –no otra cosa
fue el proyecto totalitario de EpC-, la derecha suele reducir la
educación a economía. Ambas simplificaciones son graves y peligrosas.
Que el sistema educativo
tiene inevitables componentes políticos y tenga, él mismo, objetivos
marcadamente políticos es perfectamente aceptable. Cuando en nuestros
centros docentes hacemos apología de la democracia, hacemos política. El
problema surge cuando esos objetivos políticos no son unánimemente
aceptados. Igualmente es necesario que la escuela prepare para el mundo
laboral. Lo inaceptable tanto en un caso como en otro es la reducción de lo educativo a lo puramente político o económico, esto es, a lo instrumental. Desde
este punto de vista tanto la izquierda como los liberal-conservadores
no se diferencian más que en el tipo de reducción que efectúan.
Mucho me temo que una
auténtica reforma educativa no sólo depende de mejores leyes. Sería
relativamente fácil, si así fuera. Una reforma educativa, desde un punto
de vista conservador, sólo vendrá dada por la recuperación del mejor
humanismo, que siempre vinculó educación con virtud y felicidad. Una
reforma educativa que tenga como fundamento el desarrollo íntegro –no
reductivo- del alumno, es decir, de la persona. A este respecto la
Iglesia católica ha hecho y sigue haciendo contribuciones excelentes de
tipo práctico, pero también de pensamiento.
En consecuencia, ¿para qué
aprender? Plutarco, por ejemplo: “…en estas cosas el único punto
capital, primero, medio y último, es una buena educación y una
instrucción apropiada, y afirmo que estas cosas son las que conducen y
cooperan a la virtud y a la felicidad. El resto de los bienes son
humanos y pequeños y no son dignos de ser buscados con gran trabajo”.
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